Quien no ha oscilado emocional ni futbolísticamente es Leo Messi. Su contribución al Barcelona es sobrecogedora, y en cierto modo inquietante. El argentino se supera cada año, se reinventa cada curso. Atada la efeméride del mayor número de tantos en un año natural, el cielo se le queda muy chico. En 2012, Messi ha sido más afilado de cara al gol, convirtiéndose, además de en el mejor jugador, en el más resolutivo. Ya lo era, pero ahora ha añadido o pulido la virtud de los goleadores más grandes. Esos que apenas necesitan incidencia en el juego para perforar la red. Los días que Messi es dinámico, dribla, se asocia, asiste y mata. Sus días apáticos, ‘simplemente’ te mata. Un genio de una voracidad sin límites que todavía no se perdona el penalti fallado en la semifinal de la Champions League ante el Chelsea que dejó al Barcelona en la orilla de un nuevo título continental.
Seguramente esto precipitó la salida de Pep Guardiola. Los motivos de su abdicación sólo los conoce él. Por supuesto, el desgaste, algo con lo que el técnico siempre argumentó su decisión, fue un pilar capital en su decisión de abandonar el club. No obstante, otros factores, como la que parecía imparable ascensión del Madrid y el trabajo de trincheras de Mourinho también contribuyeron a la marcha de un entrenador cuya impronta quedará grabada de manera indeleble en la historia del Barcelona y del fútbol mundial. Nadie en la historia de este deporte dejó marcada tan a fuego la idiosincrasia de una institución a todos los niveles. Nunca una aventura de cuatro temporadas fue más apasionante. Desde el plano de los títulos, al emocional.
La montaña rusa del Madrid
Regado de éxito o tropezando en baches, el Madrid se ha manifestado en un estado de combustión perenne que amenaza con fagocitar una plantilla de ensueño y de unas posibilidades ilimitadas. El campeón de Liga vive en un constante trasiego entre el cielo y el infierno. Mourinho empezó el 2012 en el diván, y lo acaba de igual manera. En enero, la eliminación a manos del Barcelona en la Copa del Rey, que dejó una de sus imágenes más bochornosas (esperar al árbitro en el parking del Camp Nou), sembró de dudas al mánager. En los últimos dos meses, las derrotas han terminado de desconcertarle. Hasta el punto de arrinconar a un periodista en la antesala de la sala de prensa, en un acto vil y pendenciero que evidencia el nerviosismo de un mánager cada vez más receloso sobre su propio equipo.
Mucho de lo que ha transcurrido entre los dos costados del año ha sido brillante. Sobre todo en el vértice que aglutina la ambición y el vigor para destronar al Barcelona de su trienio de dominio casi incontestado. El Real Madrid se proclamó campeón de Liga con todos los honores. No se puede despojar ni de un ápice de mérito a los blancos. Batiendo unas marcar que ahora acecha su máximo rival, a quien venció en su propio estadio para echar el candado al campeonato. Es necesario y sano reconocer su cuota de protagonismo a Mourinho, quien fue capaz de orquestar una persecución obstinada, a la que, seguro que por diversos motivos, ni el equipo ni él mismo han sabido dar continuidad.
De Kiev a la eternidad
Si fue capaz de dar continuidad a su epopeya la selección española, que la noche del 1 de julio culminó en Kiev una hazaña que será transmitida de generación en generación sin que el relato pierde un ápice de emotividad. España borró a Italia del mapa en una exhibición para la historia que la corona, seguramente, como la mejor selección nacional que alguna vez jugó a este deporte que llamamos fútbol.
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