Se dice, no sin razón, que la necesidad agudiza el ingenio. Y en el mundo del baloncesto, parece difícil encontrar un ejemplo mejor que el que representa el Olympiakos. Echemos la vista atrás, cuando ninguno de nosotros éramos conscientes de que teníamos una prima de riesgo. El conjunto del Pireo manejaba unos presupuestos increíbles y sus propietarios, Panagiotis y Giorgios Angelopoulos no tenían inconveniente en poner más de 12 millones anuales encima de la mesa para pagar la ficha de jugadores como Josh Childress o Linas Kleiza.Social Media for Business here
Baste repasar la nómina de ilustres que han vestido de rojiblanco y que han tenido la fortuna de vivir en la formidable costa ateniense, jugadores como Alexander Volkov, Dino Radja, Roy Trapley o Milos Teodosic. Grandes nombres propios que, atraídos por un proyecto deportivo imponente, contribuyeron a que el club fuera elegido por la FIBA mejor equipo de Europa en la década de los noventa.
Un par de décadas después, con un país en bancarrota, Olympiakos ha sufrido una transformación increíble. Los presupuestos nada tienen que ver en la actualidad con los de antaño. De hecho, los 14 millones de euros que el equipo rojiblanco tiene como presupuesto para esta temporada, era la cifra más baja de los cuatro conjuntos clasificados para la Final Four de Londres, muy por detrás de los 21 millones del Real Madrid, los 27 millones del Barça Regal o los 43 del CSKA de Moscú.
Con estas premisas, tenemos ya una perspectiva adecuada que nos permite valorar lo conseguido por el club ateniense en los dos últimos años. Dos Euroligas conquistadas de manera consecutiva, con dos entrenadores diferentes y con un denominador común: la fe inquebrantable en el trabajo de equipo. Este Olympiakos ha dado un portazo en el panorama baloncestístico continental para hacernos quedar mal a todos los que de una u otra manera estamos enganchados a este circo del balón naranja. Ninguno de los más reputados expertos de este deporte hubiera apostado un euro por la victoria del equipo griego en la Final Four del año pasado. La remontada ante el CSKA de Moscú fue una especie de milagro, algo parecido a una estrella fugaz. Esas cosas solo pasan una vez cada cincuenta años, pensábamos todos.
Un año más tarde, el milagro se ha repetido y los errores de nosotros, los pronosticadores, también. Nadie daba un duro por el Olympiakos en la semifinal ante, otra vez, el CSKA. La victoria rojiblanca fue incontestable. Una exhibición defensiva sin precedentes, que dejaba al equipo de Messina en 52 puntos, en la que se conseguía maniatar a estrellas del calibre de Teodosic o Weems y, sobre todo, en la que conseguía parar a torres tan grandes como Krstic, Kaun o Khryapa.
Anoche, en la final, la tarea parecía distinta. De contrarrestar un juego interior tan poderoso como el del equipo moscovita se pasaba a tratar de frenar al juego de perímetro más creativo de Europa, el del Real Madrid. El comienzo del partido no presagiaba nada bueno para los chicos de Georgios Bartzokas, que después de 10 minutos perdían por 27-10. Fue un primer cuarto mágico para el conjunto de Pablo Laso. Una tormenta perfecta donde los tapones de Begic encontraban el complemento perfecto en las acciones ofensivas de Llull, Rudy o Mirotic. El Real Madrid metía todo. El Olympiakos nada. La estrella del equipo, Vassilis Spanoulis, veía el aro más pequeño que nunca y su valoración se desplomaba a ritmo de record.
Y entonces, de repente, en el intervalo que va desde el final del primer cuarto, al comienzo del segundo, ese ejército de sanguijuelas vestido de rojo y blanco se transformó, como por arte de magia. “Hay que endurecer el juego, si no estos tíos nos crujen”, alguien debió decir desde el banquillo heleno. Lo sucedido en los últimos tres cuartos pasará a la historia del baloncesto. Otro milagro. Olympiakos empezó a defender, a cambiar en cada bloqueo, a morir en cada balón como si fuera el último de sus vidas. Y Spanoulis a anotar. Y aprovechando la permisividad arbitral, la ola expansiva fue matando al Real Madrid inexorablemente. Baste mencionar el parcial en los últimos treinta minutos de juego, un 61-90 demoledor que coronó con toda justicia al equipo que más fe le puso al partido.
Hablar de “atraco” o de “robo” arbitral es no haber jugado al baloncesto. Todos sabemos que el listón defensivo lo ponen los árbitros y que tu obligación es adaptarte a lo que hay. El Real Madrid no lo hizo y empezó a estar más preocupado por lo que pitaban los árbitros que en poner toda la carne al asador y luchar hasta el final, como su rival lo había hecho durante los últimos treinta minutos de partido. Sirva como ejemplo la jugada en la que Mirotic queda tendido en el suelo, después de una acción en la que Hines intenta taponar al hispano-montenegrino ¿Fue falta? Probablemente ¿Qué ocurrió después? Que los jugadores del Madrid se quedaron mirando, unos a los árbitros, otros a Mirotic y Law atravesó la pista para anotar sin que una sola mano blanca apareciera.
El Real Madrid de Pablo Laso cuajó un primer cuarto de ensueño. De los otros tres cuartos restantes, no queda otra que aprender. El salto cualitativo parece evidente. Dos presencias en Final Four en tres años. En la primera no se compitió, en la de Londres se estuvo cerca de la gloria. El estilo de juego está más que definido. Solo queda potenciarlo y apoyar al entrenador y a la plantilla, en cuya confección hay evidentes errores que se pueden subsanar con un par de retoques. Falta calidad en el juego interior y un toque más de físico. Con eso y algo más de dureza mental, la novena será solo cuestión de tiempo. Con menos mimbres, el Olympiakos ha conquistado dos consecutivas.
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