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Por Alberto Piñero | @pineroalberto
Habrá algún ingenuo que, sin saber lo que es el ‘aguanís’, lo busque en el diccionario. Que no gaste ni los tres minutos que son necesarios para ello, porque no viene. Si no lo saben, mejor pregunten a cualquier aficionado al fútbol. Porque cualquiera lo tendrá bien presente. Han pasado justo quince años desde su gestación, pero nadie lo olvida. Nadie. Y aunque siga sonando irremediablemente a un tipo de bebida, seguramente alcohólica, no se encuentra en los pasillos del Carrefour, sino en los libros de historia del fútbol. Justo en los primeros capítulos, donde se destacan las hazañas más relevantes e importantes. Porque ésta, desde luego que lo es.
Era diciembre de 1998, y en Tokio se disputaba la ya extinta Copa Intercontinental, competición anterior a ese Mundial de Clubes que nos han vuelto a vender como un intento de democratizar el balompié. Intento errático, nuevamente. Comparecían el Real Madrid, flamante campeón de Europa con el famoso gol de Pedja Mijatovic a la Juventus, y el Vasco de Gama, representante americano. No es que hace quince años la Copa Intercontinental fuera un torneo de campanillas, que no lo ha sido casi nunca, pero al menos el calendario sí estaba menos cargado de bolos. Con lo que uno de vez en cuando apetecía, incluso. Y si con ello tenías excusa para saltarte alguna clase, como era mi caso, pues doblemente apetecible.
Aquel día hubo de esperar nada menos que 83 minutos para que la ‘entrada’ quedara justificada, eso sí. 83 minutos de partido que sirvieron para llegar a las postrimerías del encuentro con un empate a uno entre brasileños y españoles. Mereció la pena la espera. Como en esas copiosas comidas donde el postre no es ya la guinda, sino el leitmotiv mismo del ágape. Clarence Seedorf centró en profundidad para un Raúl que se desmarcaba. El ‘7’ la pinchó como sólo los elegidos saben hacerlo. Se plantaba solo frente al portero Carlos Germano, pero en esa milésima de segundo que distingue a los futbolistas con oficio de los tocados con una varita, el delantero merengue amagó al defensa, que llegaba por detrás completamente cegado. Uno menos en la trayectoria. De nuevo solo frente al portero, y con el balón franco para disparar con su pierna zurda. Sin embargo, la inspiración le llevó a driblar a otro defensa que debió ver por su retrovisor derecho. No se entiende de otra manera. Pero sea como fuere, con ese segundo recorte logró sentar al portero y al zaguero, quedando ya sí toda la portería para él solo y embocar a puerta con la pierna derecha. Era el 2-1 en el marcador, el que a la postre llevó la segunda Copa Intercontinental a las vitrinas del Real Madrid.
Los chicos de la clase tuvimos la excusa ideal para tomarnos unas cervezas tempranito. Jugaba el Madrid y, tras 83 minutos, el riesgo de la ausencia … mereció la pena
Por dos veces había tenido la oportunidad Raúl de fusilar al cancerbero. Prefirió la pluma a la espada, y con ello trazó una sensacional estampa que es ya una de esas selectas obras de arte que muy de vez en cuando deja el físico deporte. Dicen las crónicas que fue el propio padre de Raúl allí en Tokio el que dijo a los periodistas que ese gol se llamaba ‘aguanís’, y que el sobrenombre se lo habían puesto los propios padres desde la grada hacía mucho tiempo, porque goles como ése había marcado a puñados en las categorías inferiores. Quién sabe si hay pruebas de ello, pero lo cierto es que aquel día se atrevió a hacerlo en una final, a siete minutos del pitido último, y con todo el mundo mirando a la pantalla. El momento justo y la ocasión perfecta para dar a conocer a todo el planeta el ‘aguanís’. Y quizás entonces Raúl no era consciente, pero lo cierto es que aquel no fue sino el bautismo de una nueva estrella del fútbol. El ‘aguanís’ como imborrable supernova.
No obstante, Raúl tenía entonces apenas 21 años, los mismos que ahora tienen Morata o Isco. Y para entonces, el ‘7’ del Real Madrid ya había tirado la puerta abajo, con su debut en Zaragoza, su primer gol -ante el Atlético en su segundo partido de blanco-, el honor de ser el máximo goleador del Real Madrid con 18 años, el triplete ante el Barcelona en la Supercopa 1997, y ya había ganado su primera Copa de Europa (siendo titular) apenas meses antes de aquella Intercontinental. Sin embargo, aquel gol en Tokio seguramente fuera el punto de inflexión que hizo ver en Raúl a la estrella que luego después resultaría ser. La consagración de todas esas buenas sensaciones que había dejado en su pubertad. El punto de maduración de un futbolista sin parangón, que para entonces ya había vivido el lado oscuro del fútbol por una pubalgia y los rumores por sus salidas nocturnas.
Ese gol supuso el salto definitivo para una joven estrella que era capaz de decidir partidos determinantes por sí mismo en escenarios de cualquier exigencia. Raúl pasó a ser eterno y su aguanís le acompañará para siempre
Pero todo aquello quedó enterrado bien profundo. Quizás en el mismo momento y lugar donde los zagueros del Vasco da Gama posaban sus traseros en el césped del Estadio Nacional de Tokio para ver desde unas butacas de excepción cómo Raúl marcaba uno de los goles más bonitos de toda la historia del fútbol. El ‘aguanís’, una imagen icónica del ‘7’ del Real Madrid, que no una bebida de taberna. “Raúl, pata negra del fútbol español”, gritaba Paco García caridad en la retransmisión en directo. Y entonces el delantero de San Cristobal sólo acababa de empezar su meteórica carrera. No recuerdo qué clases serían las que me perdí aquel 1 de diciembre de 1998, pero da igual. Su hueco en mi memoria está bien ocupado.
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